sábado, 25 de julio de 2009

Cuento invitado (nueva, pa´que se alinie!) F

Sin pausa

Por Fabiola Arrivillaga

El hombrecito de los ajos pasó por la cuneta, dentro de ella más bien, en el momento exacto en que una patrulla le hacía el alto al toyota polarizado. Agachado, la piel curtida por el frío y el humo de las camionetas, y el reflejo del sol en el asfalto; calzado con sus caites “suela de llanta”; el atado con las viandas y otro atadito dentro, cada día más pequeño, que contenía los quetzales reunidos de las ventas; la elegancia del saco que nunca le quedó, y que, dijo su padre, le daría respeto entre los ladinos, así como el sombrero, raído y avejentado, pero irremplazable. El hombrecito de los ajos, después de cuarenta y pico de años haciendo lo mismo, lucía como un anciano de ochenta.

La patrulla detuvo a los del toyota, que no tenían ni papeles ni licencia, pero el hombrecito de los ajos no cayó en la cuenta. Sin pausa pero sin prisa, arrastró los caites por la cuneta disfrutando del viento en su cara y comenzando a sentir las cosquillas del sudor que resbalaba por su frente, luchando por escapar del sombrero. Desde el interior del picop emergía el molesto sonido del reggaetón sexista que suelen escuchar esos oídos que no conectan con ningún sistema nervioso, y desde afuera, las amonestaciones y las insinuaciones corruptas del par de oficiales. El más avispado de los dos casi niños dio la primera estocada. “A ver, jefe, si nos podemos ir arreglando”.

“¿Cómo así, patojito? ¿Sabés que lo que estás haciendo es un delito?¿Sabés que te vas al bote por eso también? Y tu papá, porque sos menor de edad...Y la multa, ¡ay, Dios! Par de babosos, en la que se metieron...”

El otro, nervioso pero más inteligente, se acercó con sigilo al interior del carro, atento a cada movimiento de la autoridad y escuchando con cuidado cada palabra. “Pero jefe, yo digo que todo eso no es necesario...mire pues, ya le va a tocar llevar a la familia a la feria...y hay que pagar los colegios para tener exámenes finales”. “Mis güiros van al instituto, ¡no pagan!”. “¿Ya vio? ¿Y no le gustaría que tuvieran una mejor educación, más oportunidades? Platiquémoslo, jefe, a todos nos conviene”. “Pero te va a salir carísimo, patojo, porque te voy a echar una manota y arriesgo el pescuezo por vos. Mejor dicho, aquí el oficial García y yo, nos la jugamos todita”.”Déjeme, voy a traer mi mochila, que allí traigo...”

El hombrecito de los ajos pensaba en lo que habría sido de él si no lo hubieran mandado de regreso. Todo lo que deseaba era construir una su casa de tres niveles, con vidrios así, como espejos, como los de los edificiones que había visto en “Elei” y en San Diego. Se detuvo un momento para secarse el sudor, que ya le era molesto, mientras recordaba. Una nostalgia muy grande le invadió al percatarse de que ya tenía más de sesenta, que ya era un viejo, que ya no podría volver por sus vidrios; ¡el tamaño de la casa ya carecía de importancia! Pero los vidrios, esos vidrios azules, o verdes o tornasol, cabal como los de los edificios de “Elei”...La imagen de uno o dos ventanales coloridos hacia la calle, sobre todo si le reflejaban un buen solazo al Chente, su compadre y ahora enemigo, el que le había volado a la Maura, su novia, mientras él se partía el lomo para el gringo de la carpintería, soñando con vidrios y casas de tres niveles...Pero esa historia era pasado, hoy solo tenía soledad y ajos en la espalda, se sentía cansado y se sentó en la orilla a ver pasar carros, porque era largo el camino y mucha la venta. Talvez si tocaba de puerta en puerta, lograba vender otra docena de trenzas.

“¡Quieto, vos patojo!”, García desenfundó su pistola y apuntó al asustado adolescente. “No me vas a pendejear con el cuento del pisto en la bolsa, vos”. “Nnnno mi jefe, no se me pppponga así”, casí se orinaba en los pantalones, con la mano metida entre libros y lápiceros. “¡Sacá la mano despacito, patojo cabrón!¿Qué cargás allí, vos?¡García, a ver allí, basculéese a este pisadito, mire que carga en la bolsa este!”. “Solo unos juguetitos, jefe”, García lanzó un “PSP”, un “I-Pod” y una “Notebook” a la cuneta. Al que ninguno de todos había prestado atención era al otro muchacho, al listo, al callado, al que se había ido hacia el carro, sacado una escuadra de abajo del sillón y ahora apuntaba, con el pulso tembloroso, a los dos oficiales.

“¡Mírese a éste, pues, García, ni sabe agarrar el arma!”, el oficial al mando finalmente notó lo que ocurría, con una burla que escondía el miedo de quien ve la muerte cara a cara.

“¡Tírense al piso los dos!¡Déme su libreta, sus pistolas, déme hasta su billetera, chonte pisado!”. El pulso no le permitía apuntar fijo, pero había logrado tomar cabal la pose esa de las películas de acción.

(“Te hubieras visto la cara, ¡puro 'gangero' de película de Niuyork!, le diría un par de horas después, en la frontera con México, su amigo, el hablador, el pilas, el que no supo negociar con los oficiales).

Y lo que temían todos, el tiro salió por el cañón de aquella lujosa escuadra que nada tenía que hacer bajo el sillón del toyota polarizado. El otro, y los dos oficiales, todos se pasaron examen para ver si no eran los heridos, ni dolor, ni sangre, ni calor. Sin embargo, ninguno se fijó en aquel que tampoco les había prestado atención a ellos.

Ese que arrastraba, sin pausa pero sin prisa, los caites por la cuneta, ese que, en el justo momento del disparo, recordaba con cuanta crueldad los guardias de la migra lo habían lanzado al suelo para apresarlo, forzándolo a soltar el paquete recién comprado: sus vidrios de colores con apariencia de espejos, para irse de regreso al mes siguiente, para construir su casita, para vivir con su Maura. Forzándolo a soltar el paquete del que salieron, como esquirlas de granada, todos los fragmentos coloridos de sus vidrios, que se vieron bellos como gotas de arco iris, que le sacaron lágrimas de coraje, de dolor y que le conmovieron porque es un ser humano, porque la belleza de ver el sol reflejado en los azules y verdes cristales, como descarga eléctrica de brillos, y sonidos suaves como campanas, le hizo pensar en el cielo. “Así ha de ser morirse”, pensó, “así de lindo”. Tenía entonces como veinte años, pero lo recordaba, el brillo, el sonido, las campanas de los ángeles, el frío del miedo, el miedo a lo desconocido, el cielo, el cielo, la paz, el silencio y, de pronto, nada.

“¡Lo mataste!¡Lo mataste!¡Subite al carro y vámonos!¡Vámonos!”.”¿Y para dónde?”. “¡Sólo vámonos!¡Ya, ya, ya!”.

Con dificultad, los oficiales, gordos de tantos tacos, gordos de tanto morder, se levantaron aterrados, viendo el cadáver, todavía caliente, de un viejo vendedor de ajos. Conspirando sin palabras, lo subieron a la palangana y se apresuraron a lanzarlo desde la orilla del Xequijel, para que el río se encargara. El incidente no sería reportado, allí no pasó nada, “todo tranquilo, jefe, sin problemas en el puesto”, “ninguna irregularidad, ningún sospechoso, nada, jefe, nada”.

Y horas más tarde, en tierras mexicanas, con papeles comprados – por si dudan del poder educativo de la televisión – y plata para morder a los de hacienda, dos jovencitos armados hasta los dientes, casi niños, la emprendían en un toyota polarizado para el norte. “¿Sabés qué quiero yo?”, decía uno mientras los dos construían castillos en el aire, “ir a tomar nota de los edificiones de “Elei” y traerme unos de esos vidrios – porque han de ser especiales, vos, para aguantar tanta onda - , que reflejan la luz re-bonito, esos azules y verdes. ¿Sabés de lo que te hablo, vos?”.

“Y yo”, contestó el amigo, “me voy a hacer una casa de tres pisos”.

1 comentario:

  1. Muy bien escrito. Me gusta que, entre líneas, tiene mucho de, lo que creo, sos vos y tu punto de vista, lo cual lo hace como una crítica social. Bienvenida y espero seguir leyéndote.

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