miércoles, 12 de agosto de 2009

Cuentos sacados de un clasificado, qm

He de confesar que es un cuento escrito hace aproximadamente 10 años, y que luego busqué el clasificado. Pero por ánimos de mantener vivo el colectivo de los lunes lo mando. Ahora que salí de vacaciones ya voy a escribir los que harían falta para llegar al actual. Saludos! Quique


En alguna ocasión leí que la habitación debía ser un lugar para reponer energías y que utilizarla para otras cosas era una de las causas del insomnio. Como empezaba a acostumbrarme a las pastillas decidí probar suerte, y en vez de desparramarme en la cama después de la oficina, me quedé en la sala cenando el texto de la noche. Mientras trataba de digerir un complicado párrafo que circundaba los terrenos filosóficos, creí ver una sombra en segundo plano, un poco arriba del libro, como cuando por el rabo del ojo uno desenfoca alguna imagen en movimiento. Lo tomé como cosa normal, no era raro que a través del marco de la puerta tuviera la misma sensación. Dormí como piedra en el sillón. La siguiente noche repetí la experiencia, y tal como la vez anterior la sombra desfiló frente a mí más o menos a la misma hora (lo supe porque la vecina veía su telenovela regular). Pero esa vez yo merodeaba un capítulo sin importancia, o quizá alguno que ya había leído, por lo que pude detallar un poco más a mi compañero nocturno. Era un hombre de una edad indefinible –recuérdese que de cualquier manera estaba fuera de foco-, más o menos de mi alto y de complexión regular: un hombre estándar. Vestía nada más unos calzoncillos blancos y llevaba lo que parecía un bulto colgando de la mano. Yo tenía a veces breves alucinaciones, pero me pareció raro el haber podido describir un delirio estando con la luz de la lámpara sobre el reflejo de las letras. Aún así no le di importancia al evento. Al siguiente día escuché prender la televisión del lado, y recordé el peculiar hecho de la sombra en paños menores. Levanté la vista con miedo a observar algo. Y de repente mi amigo salía de la cocina sin poner atención en mi persona y dibujaba una línea recta hacia el baño. Esta vez sí me extrañé, y no era para más: ¡acababa de comprobar que compartía el mismo techo con un hombre semidesnudo! Dudándolo un poco me paré frente a la puerta. Como no tenía el valor de abrirla me quedé esperando que a fin de cuentas no saliera nadie. “Permiso” me dijo nada más, y regresó por el mismo lugar (cosa que no me había dado cuenta antes). ¡Lo que me faltaba! Que el ente fuera tan descarado de pasar frente a mí sin ni siquiera presentarse. Me fui detrás de él y penetré en una habitación desconocida. La verdad no me había familiarizado con ese espacio que existía como en todas las casas. El personaje entró a la refrigeradora cerrando tras de sí. Es verdad, el mueble estaba empolvado por falta de uso pero no llevaba tanto tiempo allí como para haber engendrado un hombre con el microondas, que era un regalo más reciente. Con la mano temblorosa pero con tres docenas de huevos jalé del agarradero. Una silueta se dibujó contra el resplandor de la bombilla. Mi inquilino se frotaba los ojos. - Usted disculpará, pero cada vez que se abre me pasa lo mismo, me cuesta acostumbrarme a la luz... uno que vive a oscuras. - ¿Qué hacía paseándose por mi casa?– Pregunté luego de que pude verlo detenidamente. Su descripción se ajustaba a mi fugaz percepción de la otra noche. - Traté de no molestarlo... como estaba leyendo... pero tenía que ir al baño por un poco de papel. La perilla de la temperatura parece haberse dañado hace unos días y he cogido un catarro bárbaro. Generalmente no acostumbro salir, no había tenido la necesidad hasta lo de la enfermedad, sabe... Puede seguir con su libro. Si no le importa tengo un dolor de cabeza horrible y quiero dormirme – cerró de nuevo. Confundido regresé al sofá. No sabía si reconfortarme al fin en la compañía de alguien o si ofenderme por haber sido ignorado durante tanto tiempo por un tipo que vivía en mi propio refrigerador. En las siguientes noches me mudé de regreso a mi cuarto para mis actividades habituales, pero en vano trataba de concentrarme pensando en el hombre de los calzoncillos estornudando y paseándose por allí, así que le llevé a su puerta un pañuelo. - Si de veras quiere ayudarme le voy a pedir un favor- me dijo el sujeto, que regresaba en ese momento del baño. - Creo que mi gripe ha empeorado y necesito buscar alguna pastilla. Necesito salir un momento pero no me gusta dejar el refrigerador por mucho tiempo, nunca se sabe quién le puede quitar a uno el lugar... ¿Me lo cuidaría usted? No había convivido con alguien anteriormente, así que no sabía cómo comportarme en una situación parecida. Recordé los manuales de etiqueta y las clases de moral y urbanidad y lo único que se me ocurrió fue ser amable con el hombre del refrigerador que me miraba con los ojos llorosos y la nariz roja. Acepté con la cabeza. - Se lo agradezco mucho. Pase adelante, por favor. Así, un pie primero. Siéntese. Cuidado con la rejilla que queda sobre su cabeza. Aquí enfrente está la perilla de la temperatura, ¿ve? De cualquier manera y como le dije no ha estado funcionando últimamente. – Luego, entregándome una bolsa plástica de supermercado me dijo – Tome, en esta bolsa hay una muda de ropa interior limpia. Uno nunca sabe cuándo la puede necesitar. Le encargo mucho el refrigerador. Como dije, alguien se lo puede querer quitar. Al quedarme en la oscuridad sentí frío y comprobé que era en balde hacer girar el regulador. Al rato empezó a gotearme la nariz. Deseé salir por un poco de papel, pero tuve miedo de que alguien quisiera quitarme el refrigerador.

lunes, 27 de julio de 2009

Cuentos perversos, if

Breve carta a una araña

Por Ivonne Flores.



Ahí estas. Permaneces semioculta resguardando a tus otras crías, pero desde tu hueco cavernoso, tus ocho miradas estan sobre mi. Tienes ojos sificientes para observar cada uno de mis actos, cada error, cada momento, mientras yo me debato para librarme de tus ardides tendidos astutamente para no dejarme escapar.

No son gotas de agua las que embellecen tu telaraña esta mañana. Son lágrimas falsas, espejos que regaste para multiplicar mil veces mi imagen ingrata.


La gota de veneno que inyectaste en mi, ya ha fermentado. Dices que no debería ser yo quien emponzoñe a mis hermanos que todavía siguen aferrados a tu espalda.

El calor de tu cuerpo me conforta y me hace sentir segura, pero tu imagen es monstruosa, enorme, me quita el aliento. Y no puedo gritarte madre, no puedo...aterras a mi corazón y mi pecho se vuelve mórbido, ahí te revuelcas, mientras tus largas patas me deshebran fibra a fibra. Madre carnívora deleitándote con la sangre de tus propias entrañas.

Cada vez que tus mandibulas se muven, aprietan, estrangulan. Aún me siento pegada a algo indefinible, tal vez a la humedad virulenta de tu abrazo. Yo permanezco quieta. Mis oídos están saturados de la hiel que escurre de mi espíritu, la que inyectas día a día, mientras con tus palabras venenosas me vas tejiendo un sudario.

Con amor,

Tu hija.

domingo, 26 de julio de 2009

Cuentos inspirados en una canción, jm2

Notas sobre el camino hacia Dios

(Lo siento, no link, rola Quiero Llegar de Gustavo Santaolalla con uno de sus primeros grupos: Arco Iris)


Por J.M. Arrivillaga

Para hacer un cuento a partir de poesía, tuve que volver y volver y volver atrás, olvidarme de la explicación cósmica y plantear un escenario material para un asunto desconocido.

Y lo encuentro. Encuentro ese momento preciso para desvirtuar el tiempo y agarro el lápiz para escribir “Dios”. Y punto.

Punto pero me cuestiono. ¿Es que acaso existe un dios?

No. Eso lo he comprobado. Pero la angustia no se detiene ahí. Debo ajustar un tiempo para explicar el punto. Punto, sí. ¿Por qué nos conformamos con que nos pongan ahí el punto? Simple. Por simpleza. Pues ¿para qué cuestionar?

Eso, para encontrar respuesta. Cuestionar para complicar, para emocionar. El valor del delito.


Quería darle un solo de mis canciones. Si existiera de verdad por ahí, quería deleitarlo con mis esmeradas composiciones, esmeraldas pasionales.

Entonces, de no ser por su imposibilidad de existencia no hubiera esmerado tanto de mí para satisfacerle, buscándole pues.

Y grité. Sí, al aire y con todas mis fuerzas: “¡Gran mentira, conviértete en verdad!”. Caí llorando inconsolablemente pues descubría, por primera vez, que necesitaba creer en algo, y no en cualquier cosa. Algo que coincidiera con mis valores primordiales, los que nadie contradice, y eso, dicen, no existe.

Entonces entró Gris, con su inesperado optimismo de siempre y me dijo:

-Puchis vos, agarra tu onda, mové el culo y deja de babosear tanto, te estás volviendo loco.

Pero mi compadre no entendía que me encontraba a un paso de la verdad, tan sufrida, añorada. La paleta de mis colores apenas tomaba forma, y le dije:

-Broder, no me chingés. Si querés rolate un puro y aguantámela ahí.

Y tranquilamente obedeció mientras yo convulsionaba de la emoción. Emo, emoción. Vivir para emocionarme. ¡Eso!

Dios es, ya redescubierto y animado, una energía que hace que te entusiasme lo que querés de vos.

-Lo que querés de vos.

Y esa, por fin, fue una respuesta encontrada entre pláticas del receso para el café.

Y punto.


(

Quiero llegar hasta el centro del sol

Y escuchar el silencio en tu voz

Ven

El camino hacia dios

Quiero volar sobre la montaña, la historia, el mar….

Quiero correr hasta la inmensidad

Y recordar el principio, el final

Ven

Lo que fui lo que soy

Quiero flotar, sobre el desierto, las luces el mar

)

Cuentos inspirados en una canción, jm

Mala

(http://www.youtube.com/watch?v=-oO09PT6Gh8&feature=related)

Por J. M. Arrivillaga


Antes de casarnos me cayó el apodo de Mala. En realidad, fue luego de varias discusiones que el mote terminó de establecerse.

Ventura era un adorable sinvergüenza, tal cerote que a cualquier problema reaccionaba con berrinches magnitud Nicolás Arrivillaga.

En la primera pelea encontró la formula de decirme “mala, mala, mala” y yo con eso que me puse histérica, malparido.

Cinco grandes discusiones precedieron nuestra boda, y me reí tanto cuando el hijueputa me enseñó las grabaciones, que terminé por recibir el anillo.

Al final, era todo un chiste, pero en el transcurso, lo juro, aprendí a ser siempre una mujer digna con aquel y el cerote, bueno, siempre fue digno el desgraciado.

Ese jueves de abril, el maldito, me dio una cajita con un exquisito anillo decorado con un lapislázuli que se iluminaba por si solo, amarrado a una memoria digital y a un rollito de papel. No sólo grabó las discusiones sino que las transcribió para dármelas junto al anillo.

Sí, luego nos casamos, pero tuvo que pasar un año para que me bajara el enojo y descubriera la risa que el chistoso procuró generarme desde que me dio el mandado. Claro, yo no rechacé el obsequio, sólo me encabroné durante unos pocos meses.

Las discusiones transcritas eran más bien ligeras. Si bien en el audio se escuchaban los infantiles aullidos de Ventura, como niño urgido de chiche, en el papel todo se tornaba más liviano. Decía así la primera:

-¿Por qué te fuiste cabrón?

-¿Acaso tenía que esperarte?

-¡Puta! Íbamos juntos.

-Pero eso no pareció cuando te trincaste al Julián.

-Yo no me lo trinqué y si si, ¿qué hubiera tenido de malo?

-“Malo” no, “mala” vos cerota.

-¿Mala?

-Si. Mala porque no me querés.

-¿Es obligación acaso?

-Sos mala porque no me tocás.

-Si te toco cabrón, pero no en público, ¿cómo pedís que haga eso?

-Mala porque tenés boca y simpre salís con una de estas.

-Yo te aprecio mucho pero no mezclés las chivas.

-Mala cuando te conviene.

-¿Cómo así? Siempre te he dicho claramente lo que pienso, que no me gusta el estoque a huaro, que me enferma del estómago.

-Mala como la mentira, el mal aliento y el estreñimiento.

-No me salgás con intimidades por favor.

-Mala como la censura, como rata pelona en la basura.

Sí. Esa fue la primera discusión. Y no se parece a la segunda:

-Mala como la miseria.

-¡Puta! Si te estoy diciendo que no vine por estar atendiendo al grupo de beneficencia.

-¡Já! Y ahora hacés cara de foto de licencia, mala.

-¡Logré que viniera Santana a dar un concierto para sacar del hoyo a los niños que vos descubriste y que a vos conmovieron, no me chingués.

-Sos descarada, mala, mala como firma de Santana, música más mierda.

-¡Cerote! ¡Maldito! ¡Te voy a matar hijueputa!

-Mala como pegarle a la nana.

-Me enfermás cerote, hasta chorrillo me da.

-Pues sí, si sos mala como la triquina, mala mala y asesina.

-¡Já! ¡Yo! Descarado, si vos sos el malo, recordáte, cuando me dejaste sola en las faldas del Santa María, ahí si me hubiera muerto de hambre, o me hubiera comido un animal, o como cuando no pagaste la cuenta del bar y te fuiste sin decir nada.

-Mala y enredosa, mala como las arañas, mala y con todas las mañas.

Y la tercera, durante un cuarto día juntos en Cancún:

-Vos, el chorrete de pasta en el lavamanos…

-Vos, tu calzón en el closet y no en mi cara, ja, ja, ja.

-No chingés, ordenáte.

-Ah, sos mala como el orden, como la decencia.

-Puta, ¿no te sentís mal de hacer desorden en un área compartida?

-Mala como la buena conciencia, mala por donde me mirés, al menos me los lavo, pero vos, mala mala como una endodoncia.

La cuarta, durante la culminación de nuestro primer trabajo juntos de diseño de interiores, cuando me resistí, por respeto a los contratistas, a que él se anduviera dando las chelas ahí, pelado.

-Chava, ya casi terminamos, el público no ha venido, hicimos buen trabajo, ya nos pagaron, ¿cuál es tu clavo?

-Sólo espero que nos vuelvan a contratar.

-Ellos están contentísimos, ¡ya la hicimos!, pero vos sos mala como clavo chato.

-Calláte mano, en estos rollos las cosas funcionan bien.

-¿Ah si? ¿Todo bien? ¿Como película gringa?

-Pues si.

-Mala como película gringa, mala como caldo frío, mala como fin de siglo.

Y bueno, la quinta, un día antes de darme el anillo:

-Sos mala por naturaleza, de los pies a la cabeza.

-¿No te cansás de tus berrinches? Yo sí.

-Mala, mala, mala, mala, pero que bonita chingada.

Y bueno, la fiesta estuvo re bien. En un barco paseando en el lago de Atitlán y con la música de Liliana Felipe divirtiéndonos de maravilla. Claro, y si no hubiera lanzado al Ventura por la borda, no hubiera parecido nuestra boda.

sábado, 25 de julio de 2009

Para proponer temas y otras cosas

Si ven la encuesta está vacía, y aunque hay temas para varios días aún, vayan mandando propuestas.
Saludos y bienvenida a la Fabio!

Cuento invitado (nueva, pa´que se alinie!) F

Sin pausa

Por Fabiola Arrivillaga

El hombrecito de los ajos pasó por la cuneta, dentro de ella más bien, en el momento exacto en que una patrulla le hacía el alto al toyota polarizado. Agachado, la piel curtida por el frío y el humo de las camionetas, y el reflejo del sol en el asfalto; calzado con sus caites “suela de llanta”; el atado con las viandas y otro atadito dentro, cada día más pequeño, que contenía los quetzales reunidos de las ventas; la elegancia del saco que nunca le quedó, y que, dijo su padre, le daría respeto entre los ladinos, así como el sombrero, raído y avejentado, pero irremplazable. El hombrecito de los ajos, después de cuarenta y pico de años haciendo lo mismo, lucía como un anciano de ochenta.

La patrulla detuvo a los del toyota, que no tenían ni papeles ni licencia, pero el hombrecito de los ajos no cayó en la cuenta. Sin pausa pero sin prisa, arrastró los caites por la cuneta disfrutando del viento en su cara y comenzando a sentir las cosquillas del sudor que resbalaba por su frente, luchando por escapar del sombrero. Desde el interior del picop emergía el molesto sonido del reggaetón sexista que suelen escuchar esos oídos que no conectan con ningún sistema nervioso, y desde afuera, las amonestaciones y las insinuaciones corruptas del par de oficiales. El más avispado de los dos casi niños dio la primera estocada. “A ver, jefe, si nos podemos ir arreglando”.

“¿Cómo así, patojito? ¿Sabés que lo que estás haciendo es un delito?¿Sabés que te vas al bote por eso también? Y tu papá, porque sos menor de edad...Y la multa, ¡ay, Dios! Par de babosos, en la que se metieron...”

El otro, nervioso pero más inteligente, se acercó con sigilo al interior del carro, atento a cada movimiento de la autoridad y escuchando con cuidado cada palabra. “Pero jefe, yo digo que todo eso no es necesario...mire pues, ya le va a tocar llevar a la familia a la feria...y hay que pagar los colegios para tener exámenes finales”. “Mis güiros van al instituto, ¡no pagan!”. “¿Ya vio? ¿Y no le gustaría que tuvieran una mejor educación, más oportunidades? Platiquémoslo, jefe, a todos nos conviene”. “Pero te va a salir carísimo, patojo, porque te voy a echar una manota y arriesgo el pescuezo por vos. Mejor dicho, aquí el oficial García y yo, nos la jugamos todita”.”Déjeme, voy a traer mi mochila, que allí traigo...”

El hombrecito de los ajos pensaba en lo que habría sido de él si no lo hubieran mandado de regreso. Todo lo que deseaba era construir una su casa de tres niveles, con vidrios así, como espejos, como los de los edificiones que había visto en “Elei” y en San Diego. Se detuvo un momento para secarse el sudor, que ya le era molesto, mientras recordaba. Una nostalgia muy grande le invadió al percatarse de que ya tenía más de sesenta, que ya era un viejo, que ya no podría volver por sus vidrios; ¡el tamaño de la casa ya carecía de importancia! Pero los vidrios, esos vidrios azules, o verdes o tornasol, cabal como los de los edificios de “Elei”...La imagen de uno o dos ventanales coloridos hacia la calle, sobre todo si le reflejaban un buen solazo al Chente, su compadre y ahora enemigo, el que le había volado a la Maura, su novia, mientras él se partía el lomo para el gringo de la carpintería, soñando con vidrios y casas de tres niveles...Pero esa historia era pasado, hoy solo tenía soledad y ajos en la espalda, se sentía cansado y se sentó en la orilla a ver pasar carros, porque era largo el camino y mucha la venta. Talvez si tocaba de puerta en puerta, lograba vender otra docena de trenzas.

“¡Quieto, vos patojo!”, García desenfundó su pistola y apuntó al asustado adolescente. “No me vas a pendejear con el cuento del pisto en la bolsa, vos”. “Nnnno mi jefe, no se me pppponga así”, casí se orinaba en los pantalones, con la mano metida entre libros y lápiceros. “¡Sacá la mano despacito, patojo cabrón!¿Qué cargás allí, vos?¡García, a ver allí, basculéese a este pisadito, mire que carga en la bolsa este!”. “Solo unos juguetitos, jefe”, García lanzó un “PSP”, un “I-Pod” y una “Notebook” a la cuneta. Al que ninguno de todos había prestado atención era al otro muchacho, al listo, al callado, al que se había ido hacia el carro, sacado una escuadra de abajo del sillón y ahora apuntaba, con el pulso tembloroso, a los dos oficiales.

“¡Mírese a éste, pues, García, ni sabe agarrar el arma!”, el oficial al mando finalmente notó lo que ocurría, con una burla que escondía el miedo de quien ve la muerte cara a cara.

“¡Tírense al piso los dos!¡Déme su libreta, sus pistolas, déme hasta su billetera, chonte pisado!”. El pulso no le permitía apuntar fijo, pero había logrado tomar cabal la pose esa de las películas de acción.

(“Te hubieras visto la cara, ¡puro 'gangero' de película de Niuyork!, le diría un par de horas después, en la frontera con México, su amigo, el hablador, el pilas, el que no supo negociar con los oficiales).

Y lo que temían todos, el tiro salió por el cañón de aquella lujosa escuadra que nada tenía que hacer bajo el sillón del toyota polarizado. El otro, y los dos oficiales, todos se pasaron examen para ver si no eran los heridos, ni dolor, ni sangre, ni calor. Sin embargo, ninguno se fijó en aquel que tampoco les había prestado atención a ellos.

Ese que arrastraba, sin pausa pero sin prisa, los caites por la cuneta, ese que, en el justo momento del disparo, recordaba con cuanta crueldad los guardias de la migra lo habían lanzado al suelo para apresarlo, forzándolo a soltar el paquete recién comprado: sus vidrios de colores con apariencia de espejos, para irse de regreso al mes siguiente, para construir su casita, para vivir con su Maura. Forzándolo a soltar el paquete del que salieron, como esquirlas de granada, todos los fragmentos coloridos de sus vidrios, que se vieron bellos como gotas de arco iris, que le sacaron lágrimas de coraje, de dolor y que le conmovieron porque es un ser humano, porque la belleza de ver el sol reflejado en los azules y verdes cristales, como descarga eléctrica de brillos, y sonidos suaves como campanas, le hizo pensar en el cielo. “Así ha de ser morirse”, pensó, “así de lindo”. Tenía entonces como veinte años, pero lo recordaba, el brillo, el sonido, las campanas de los ángeles, el frío del miedo, el miedo a lo desconocido, el cielo, el cielo, la paz, el silencio y, de pronto, nada.

“¡Lo mataste!¡Lo mataste!¡Subite al carro y vámonos!¡Vámonos!”.”¿Y para dónde?”. “¡Sólo vámonos!¡Ya, ya, ya!”.

Con dificultad, los oficiales, gordos de tantos tacos, gordos de tanto morder, se levantaron aterrados, viendo el cadáver, todavía caliente, de un viejo vendedor de ajos. Conspirando sin palabras, lo subieron a la palangana y se apresuraron a lanzarlo desde la orilla del Xequijel, para que el río se encargara. El incidente no sería reportado, allí no pasó nada, “todo tranquilo, jefe, sin problemas en el puesto”, “ninguna irregularidad, ningún sospechoso, nada, jefe, nada”.

Y horas más tarde, en tierras mexicanas, con papeles comprados – por si dudan del poder educativo de la televisión – y plata para morder a los de hacienda, dos jovencitos armados hasta los dientes, casi niños, la emprendían en un toyota polarizado para el norte. “¿Sabés qué quiero yo?”, decía uno mientras los dos construían castillos en el aire, “ir a tomar nota de los edificiones de “Elei” y traerme unos de esos vidrios – porque han de ser especiales, vos, para aguantar tanta onda - , que reflejan la luz re-bonito, esos azules y verdes. ¿Sabés de lo que te hablo, vos?”.

“Y yo”, contestó el amigo, “me voy a hacer una casa de tres pisos”.

Cuentos inspirados en una canción, og


Mon Chien

Por Orlando Gutiérrez Gross

Sus ojos negros y brillantes me llamaron la atención. Era peludo y de color negro, pequeño, cabía en mis manos.

En el trayecto a casa venía nervioso y temblaba, cuando lo bajé del carro y lo puse en el piso, me olió los pies. No se despegó de mi nunca más.

Yo estaba muy feliz, finalmente tenía lo que quería: una mascota, un precioso perro, un hijo. Pasaron las horas y decidí poner música mientras compartía una cerveza bien fría, de esas que a uno se le antojan a media tarde, de tanto calor que hace. Encendí mi computadora para poner música y una pieza sonó. Tiago inmediatamente levantó la cabeza, movió la cola y me sonrió con los ojos.

-¿Te gusta?- Le pregunté.

Siguió moviendo la cola.

Empecé a cantarle: “José Tiago Nicolás, Tiago Nicolás, es José Tiago Nicolás, Tiago Nicolás”.

Han pasado los años, y cada vez que le canto la canción me mueve la cola y me sonríe con los ojos. Es nuestra canción.

Inspirado en “Un homme et une femme” de Francis Lai

http://www.youtube.com/watch?v=SweFwuHQLyo

http://www.youtube.com/watch?v=Qfc4NPNMFro&feature=related